Cuando un grupo de chiquillos llega frente a mí, especialmente silos coge por sorpresa mi presencia, se quedan boquiabiertos unos momentos sin saber qué decir.
Ocurre así porque cuando deciden venir a este rincón del Zoo —¿Vamos a ver los elefantes?— esperan encontrarse con alguien del tamaño de mi padre —o de mi madre, que es aún más grande— y no conmigo.
Por lo general, pasados esos momentos de silencio, mientras me miran despacio desde la punta de la trompa hasta la del rabo, todos empiezan a hablar al mismo tiempo, a decir lo que piensan de mí; y gritan, ríen. La mayoría ríe porque me encuentra divertido por una sola razón: dicen que soy pequeño.
Soy pequeño porque me comparan con mi padre; que me comparen con ellos mismos y no van a decir eso; no lo van a decir, estoy seguro.
A otros les hace gracia mi pelo, que comparan con el de ciertas personas que no conozco, y llenan de carcajadas el aire.
Yo no sé si tienen gracia las comparaciones que hacen, pero a mí me gusta oírlos reír y, para que lo sepan, levanto la trompa y hago un ruido que he aprendido de mi madre.
Es posible que no me entiendan, pero no importa; no sé de qué otra forma puedo decirles que yo me alegro tanto de verlos como ellos de yerme a mí
Lo único que me molesta es que la gente diga que, siendo tan joven (nací hace un mes escaso, exactamente veintisiete días), parezca tan viejo. Los que dicen tal cosa son casi siempre señores gordos acompañados de señoras gordas; y ellos, cuya juventud se ha perdido en el pasado, no sólo parecen viejos, lo son.
Ya sé que mi piel no es tan suave ni tan clara como la de un niño; ya sé que tengo una calva sobre la frente y que estoy lleno de arrugas. ¿Y qué? Cada uno es como es y no hay que darle vueltas.