En casa de doña María Molina, como todos los viernes del año, excepto el Viernes Santo, están reunidas con la dueña de la casa sus tres amigas: Lolita y Juanita, solteronas que a pesar de los diminutivos ya pasan de los cuarenta y tantos, y doña Ramona, viuda como doña María. Las cuatro son muy aficionadas al bridge; sus vidas perderían interés si, por cualquier razón, tuvieran que dejar de sentarse semanalmente alrededor de la mesa con tapete verde que tan feliz las hace.
Aumenta esa felicidad una mesita auxiliar con diversas bebidas —anisete, benedictino, curasao— y dulcecitos variados que, con abundante conversación, hacen que las cuatro o cinco horas que pasan juntas les parezcan cortas.
Al único que no le gustan esas reuniones es a Napoleón, el gato de doña María, que, echado en el suelo, mira al grupo con muy poca simpatía.
¡Otro viernes de sufrimiento! No voy a poder pegar ojo en toda la tarde y, cansado, ¿cómo voy a tener ganas de salir esta noche a ver a mi Dulcinea?
Esas mujeres no pueden jugar a las cartas calladitas, sino hablando en voz alta y como cotorras, y así yo no puedo dormir en paz mi siesta de cada día; siesta que yo necesito para mantenerme fuerte y saludable... y bonito.
Ya sé que eso que acabo de decir suena a vanidad y nada más, pero lo cierto es que si yo estoy seguro de ser un bonito gato de Angora es porque la gente lo dice tan a menudo que estoy convencido, a fuerza de oírlo desde que era pequeñito, de que dicen la verdad.
De doña María no voy a hablar; ella es mi familia y si digo que me trata como a un hijo (hijo que ella nunca tuvo en treinta años de casada) estoy diciendo las cosas como son; debo añadir que para mí ella es como una madre. Y vivimos felizmente seis días a la semana, porque el restante yo me considero el gato más desgraciado del mundo; y si no lloro de rabia es para no mojar con mis lágrimas este hermoso pelo, largo y suave, que Dios me dio.
Repito, de doña María no voy a hablar, pero de las «otras», de sus amigas, tengo mucho que decir. De las tres.
Lolita y Juanita se perfuman mucho. Y lo
hacen con una colonia muy barata (debe de ser por eso que se ponen
tanta
encima). Su olor es tan fuerte, tan penetrante, que antes de que
toquen el
timbre, todavía con la puerta de la calle cerrada, me llega a la
nariz y me
hace estornudar. No, no exagero ni tanto así; yo tengo un
olfato muy especial,
muy delicado.
Pero no es eso lo peor de las solteronas; lo peor es que llegan, saludan a mi ama con un par de besos en cada mejilla ambas —lo cierto es que todas besan al aire, ¡muá, muá!— y, de paso hacia el saloncito, se detienen ante mi, me toman en sus flacos brazos, me manosean y besuquean hasta que suelto un bufido que las asusta y, por fin, me dejan en el suelo.
No acaba ahí mi problema con ellas porque, además de quedar todo perfumado del horrible olor de su colonia y mi pelo desarreglado, también —no es mi imaginación, no— me siento sucio del sudor de sus huesudas manos de largos dedos.
Y, claro está, me tengo que pasar luego horas dale que dale con la lengua para limpiarme. Pero el olor de la colonia es imposible hacerlo desaparecer, y esa es otra de las razones de no querer ver a Dulcinea los viernes, ¡qué va a pensar mi gata de mí si cree que yo me perfumo con «eso»!
Un día me voy a enfadar de veras con ellas... y van a ver quién soy yo; no saben que le están buscando tres pies al gato (y perdonen la expresión).
No me gustan ni Lolita ni Juanita porque, además, en cuanto llevan aquí un rato —bebiendo una copita y comiendo un dulcecito—, en vez de jugar al bridge y hablar lo menos posible, lo necesario, se ponen a contar detalles de sus vidas y, especialmente, de las veces que han sido pedidas en matrimonio por hombres ricos o guapos (o las dos cosas: ricos y guapos) y cómo ellas no aceptaron nunca porque eran hijas de muy buena familia y porque... (y al llegar a ese punto se emocionaban y nunca entendí ni palabra de lo que decían, porque casi siempre hablaban las dos al mismo tiempo).
Yo pienso que hay gato encerrado en eso de los hombres ricos y guapos, y que es posible que a Lolita y a Juanita les dieron gato por liebre (¡se me escapó otra expresión de esas!), y nada más.
De doña Ramona, que es lo contrario de las
dos hermanas, bajita y gorda, lo que más me molesta son sus
lágrimas. Llora
por todo, porque todo le recuerda a su difunto esposo (don Melchor
Rodríguez,
q. e. p. d.) o algo relacionado con él... y especialmente cuando
tiene unas
copitas de más en su voluminoso cuerpo.
Hasta cuando me ve a mí llora, porque le recuerdo a un gato que ella y su marido tuvieron de recién casados (allá por 1945), y me agarra y me aprieta contra sus bien desarrollados pechos mientras me besa una y cien veces y me pone perdido de lágrimas como puños. Naturalmente, no le suelto un bufido como a las otras porque ¿quién le hace eso a una mujer que llora así?
Doña María y las solteronas le dicen que lo que debe hacer es casarse de nuevo, a lo que ella contesta con su voz más dramática: «¡Nunca, nunca!»; y yo estoy de acuerdo con doña Ramona, porque, a su edad y con su figura, ¿quién va a querer llevar el gato al agua? (¡!)
En fin, ese es mi problema; que no es pequeño si se piensa en lo mucho que perturba mi vida amorosa... y la de mi Dulcinea, que va a pasar otra noche de viernes sin yerme.
Si es cierto que los gatos tenemos siete vidas —eso es lo que dicen en España; en otros países aseguran que son nueve— a mí me gustaría vivir las otras seis en una casa sin partidas de bridge ni visitas como las hermanas delgaduchas —¡puaf!— y doña Ramona.