Llevo ya aquí por lo menos un par de horas y no me importa estar mucho más, ahora que hace buen tiempo y el sol de mayo pone sobre mi piel un calorcito agradable que me hace sentir ganas de echarme una larga siesta.
Bueno, la verdad es que, aunque no una siesta muy larga, ya dormí una cuando me acosté aquí, después de estar un rato bastante grande en el agua haciendo mis ejercicios de la mañana.
Y estaba en lo mejor de un sueño, cuando alguien gritó:
—¡Mira, ahí está Alfred Hitchcock!
No sé lo que quería decir eso, ni me importa, pero al inesperado grito siguieron unas risotadas ruidosas que no eran música agradable tampoco, ni mucho menos.
Y, naturalmente, allá se fue mi sueño.
Mi sueño no es original o fantástico o diferente cada vez que lo sueño, sino el mismo que siempre y de cuando en cuando tengo; éste:
Estoy en California —de allí me trajeron cuando yo aún era pequeño a este zoo— con mi familia y otras familias de focas y morsas. Todos vivimos en paz, como buenos vecinos sin problemas, en un grupo de rocas que forman un pequeño archipiélago. Se ve la costa a lo lejos. Y playas de arena dorada con gente que toma el sol y gente que nada, aunque no lo hacen tan lijen como nosotros. Un poco más lejos, una ciudad llamada, creo recordar—¡han pasado tantos años!—, San Francisco. Y eso es todo.
Ya sé que no le puedo contar este sueño a nadie. Se iban a reír de mí y decirme:
—¡Ese sueño no es ni original ni fantástico!
Y es verdad; yo dije eso mismo hace poco.
Bueno, no importa; nadie nos puede quitar los suenas. Y para mí, divertido o vulgar o corriente, mi sueño es mío y me gusta.
Y lo mejor de todo es que me hace sentirme libre otra vez, con mi familia y frente al mar ancho y profundo. Eso es algo que vale la pena.
Porque uno no sabe lo bueno que es ser libre hasta que pierde la libertad.