No pienso decirle una palabra en todo el día.
Y eso, si no estoy enfadado a la hora de cenar; que si lo estoy todavía, no le voy a hablar nunca si no viene y me pide perdón por su impertinencia. Además me tiene que prometer no hacerlo en el futuro.
Si hay alguien en este mundo que no debe decirme eso, ese alguien es mi abada. Pero me lo dijo sin darle importancia a sus palabras ni darse cuenta de que ella, tanto como yo, necesita del consejo que con su falta de tacto habitual me viene dando desde hace algún tiempo cada dos o tres días, cuando le parece.
Yo nunca la escucho con mucha atención (más bien como quien oye llover) porque sé que le gusta tanto hablar por hablar sin decir nada interesante, que no pierdo mucho cuando me hago el sordo; y, como la gente dice: A1o hay peor sordo que el que no quiere oír.
Pero hoy, no sé por qué, desperté de mal humor. Oh, bueno, sí lo sé. Anoche comimos mucho —sí, ella también y, cuando ya me estaba quedando dormido —mi abada roncaba hacía rato—, el estómago empezó a hacerme sentir molesto en general; tal vez fue eso lo que me hizo soñar una cosa horrible:
Yo era una bola muy grande, enorme, inmóvil en medio del campo; de pronto vi venir corriendo a un grupo de veinte o treinta abadas (todas con la misma cara de la mía) que, cuando llegaron adonde yo estaba, empezaron a empujarme con todas sus fuerzas, y rodando me llevaron hasta el borde de un abismo; me dieron un último empujón y caí desde una gran altura en un lago—¿o era el mar?, no estoy seguro— y, antes de poder pensar en nada, me estaba hundiendo en el agua tan rápidamente que ni podía respirar ni...; no, no podía... Entonces desperté de mi pesadilla, todo mojado de sudor y asustado; y así pasé mucho tiempo antes de poder quedarme dormido de nuevo.
Y esta mañana, cuando «ella» empezó a decirme con su voz más dulce y cariñosa —pero voz en la que puedo notar fácilmente un tono de crítica— lo que tantas veces: «Querido, ¿por qué no haces por perder algo de peso? Estás un poquito...», la interrumpí con un grito tan terrible que la dejó temblando de miedo y le hizo alejarse de mí a toda prisa.
Desde entonces estamos así.