Estoy triste, amiga
El agua del río...
En el insomnio en que me hundo
Sonrío cuando veo...
Puedo decirte cosas...
En la penumbra tus ojos...
Me sientes así...
Estoy triste, amiga, y no conozco
la raíz de esta espesa tolvanera
que sacude mis nervios y los aplana
tras frío y silencioso forcejeo.
La verdad, tornadiza y cambiante,
me rehuye
como se nos hurta en la vida.
He rechazado su mágica evidencia
otras veces,
enajenando la posible entrega
que pudiera colmarme de tibieza,
de la dulce tibieza de sentirme
un poco santuario,
un poco campo florecido de vivas
sensaciones.
Ahora, siempre y todos,
cobardemente rehuímos las esquinas
donde puede sorprendernos, donde
puede bañarnos la sorpresa limpia
de su clara presencia;
entonces abocados al llanto,
al desconsuelo,
al seco llanto del temor sin causa,
inventamos razones que no valen.
Entonces somos barcos anclados en un muelle
que añoran la lejana bahía
de la infancia,
donde todo floraba verdadero
ante los ojos nuevos y asombrados.
Amiga,
el tiempo ha puesto tépidos cristales
entre la verde granazón de lo cierto
y nuestros pobres, ciegos corazones
ansiosos.
Estoy triste, amiga, y no conozco
la verdad de mi tristeza.
Presencia (Madrid: 1954): 13-14
El agua del río a nuestro
encuentro
parecía venir.
(Tu mano en mi mano era un dócil
timón invisible;
y en tu mano la mía era el apoyo
que enhebraba la ruta.)
Gris en su cauce el agua desdoblada
de la recién nacida primavera,
acunando un claro sol temprano
nos pedía silencio en un susurro.
(Calladamente por la verde orilla
ascendimos.
Y ya en el puente,
los ojos sabían que no era la tristeza
—nuestra par tristeza—
más que un resquicio para la esperanza.)
Bajo los arcos, pasaba sin descanso
el río.
Presencia (Madrid: 1954): 17-18
En el insomnio en que me hundo, creces
somo una desmesurada yedra
que envolviera mi adormecido cuerpo
en su ramaje desasosegado.
Las paredes casi nunca contestan
el por qué de las cosas inquietantes,
y a la ansiosa mirada que interroga
ofrecen su limpia superficie
en la que pastan los caballos del sueño
los huidizos caballos cuyos cascos me rehuyen
a lo largo de la noche.
Y yo giro en tu órbita sin verte,
al margen de tu presencia lejana,
mientras recorro alucinadas horas
que descienden como pesadas losas
sobre mi incoloro confín solitario.
Presencia (Madrid: 1954): 21-22
Sonrío cuando veo
los pálidos miedos que la tarde
llueve sobre tu piel.
(Estela son de un barco en la sombra
se pierde,
encadenando singladuras frías.)
Mis manos saben
—y también las tuyas—
cómo el viento puede traer al alma
un pájaro que cante sin sentido;
cómo una palabra ahuyenta las espesas
intranquilidades,
las indefinidas dudas que ensombrecen
el rostro.
(La tarde deja caer sobre nosotros
un sosegado canto de retorno
sin palabras.)
Sonrío después si te contemplo,
confiada y plena,
al margen de temores vesperales
y una pequeña luz se enciende equidistante
de tu aliento y el mío.
Presencia (Madrid: 1954): 25-26
Puedo decirte cosas que no quiero
inundar en naufragio de palabras.
Puedo sentirme de tu desvelo raíz,
en ti afincado,
y en silencio mirarte mientras dorados fuegos
revierten en mis venas
temores de asustado, de temerosos rebaño
en el aprisco.
Y cerrar los labios para todo
lo que no sea el beso.
Puedo morir en sucesivas olas,
en imantadas olas,
sin disolverme en tímidos
sonidos.
(Vidas marginales me fingen asombros
con distintos ecos.)
Puedo decirte...
Pero con pereza que aduerme
en silenciosa inercia mis arterias
recrea una limpia mirada
sobre el haz de callado aire que limita,
oh amiga,
tu cuerpo.
Presencia (Madrid: 1954): 29-30
En la penumbra tus ojos me contemplan
ansiosos del lenguaje de los míos,
curiosos de profundas e instintivas
evasiones fugaces.
Enfebrecida, mi frente no sustenta
un ilógico andamiaje de palabras,
sino mana por sus grietas canto
que a tus pupilas dice de firmeza.
Amiga, por siempre amiga,
en el atardecer que en torno nuestro late
sobran las palabras,
los sonidos, sobra
todo lo que invada la escasa luz viva
en que los dos vemos desnuda bañarse
el alma del otro.
Bastará que veles —o vele yo mismo—
la blanda mirada de la entrega limpia
para que huya entonces de la estancia en sombras
ese burlón duende que nos entristece
por jugar un poco.
Presencia (Madrid: 1954): 33-34
Me sientes así cuando a ti
vuelvo.
Me siento brizna, leve plumón de ave,
cuando en el tacto retorno a tus colinas
desde la desmedida lejanía de la ausencia.
Trasciende un tibio olor que te contiene.
Sembrada de temblores, tu piel desgrana miedos.
Incompresibles miedos gozosos y terribles,
abiertos cráteres que busca mi entereza
incontenida y tensa y derramada
sobre el cierto aleteo que nos danza
a través de la espesa quietud circundante.
Me siento puro irremediablemente.
Me sientes tímido niño que al ocaso
juega a ser hombre, hombre sin remedio,
hombre perdido a través de oscuridades.
Rompe la sien el desvelado impacto
que sobre la distancia alcanza mi sosiego.
Y entonces es posible que brote un lento río
de mis dedos,
y te inunde de aleteantes aves,
de dulces aves tímidas que hacen
de tu piel nido para su gozo.
Me sientes acaso así en la hora
en que lo falso no existe. y yo me siento
disminuído, ebrio, como ausente
del cuerpo que sustenta mis sentidos.
Presencia (Madrid: 1954): 37-38